Se hizo de noche y en aquel cuarto mugriento el aire que entraba por la ventana se paseaba y salía por la puerta. Las cortinas grises ondean y llegan hasta rozar las yemas de mis pies. Y yo, que me encuentro tumbado en la cama, me estremezco por un instante.
No sé cuánto tiempo llevo aquí exactamente, puede que dias, semanas o, incluso, meses.
El olor a porro se ha incrustado en estas cuatro paredes.
Nuevamente, ella. Entra por aquella puerta y se cuela en mi cama. Me mira y me acaricia. Una sonrisa pícara brilla en sus dientes y me besa. Lentamente comienza de nuevo su danza y se desnuda.
¿Amor? Puede. Amor fingido el que siento por ella. Mis dedos se pierden rozando su hombro descubierto. Y me hace el amor, como si ella también lo estuviera sintiendo.
En aquella fría y oscura habitación, solos ella y yo, haciendo una actuación sin público, en el que cada uno hace su propio papel: uno el de amar y el otro el de sentirse amado. Y beso a beso, caricia tras caricia, esta función acaba con el mejor aplauso que es el éxtasis.
Ahora, se produce la despedida de los actores, donde ella me abraza, y yo le correspondo, donde se cruzan miradas de aparente amor, que sólo albergan tras ellos el sentimiento de la soledad.
Nuevamente, vuelve a salir por esa puerta, por la que volverá a entrar cuando la soledad y la desesperación la aborden de nuevo y se esté ahogando en ese mar de recuerdos, que es la memoria.
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