La luz se apagó en un tiempo muy lejano y le dejó claro que no volvería así porque sí. Sencillamente se podría decir que la vida la abandonó a su suerte depositando en ella toda la fe para que fuese capaz de encontrar en la oscuridad una gota de esperanza que colmara su corazón ennegrecido.
Al caer la noche en el universo infinito, el alma se le encogía hasta hacerse una bola que no la dejaba respirar y se ahogaba en su propio llanto. La noche es, para toda clase de ente, aquella mujer que te roba el aliento y te deja sin palabras, pero a ella le torturaba hasta hacerle sangrar lágrimas, le arrancaba las entrañas de su memoria y, mientras se retorcía de dolor, le enseñaba las tiras de sus recuerdos desgarrados hasta que se acercaba la hora del amanecer.
Cuando la mañana se acercaba, la luz era tan pura y blanca que dañaba sus cicatrices haciendo que destacasen más aún en su clara piel consumida por el ardor de la oscuridad.
El frío de la luz quemaba cada vez más sus ojos negros perdidos en el horizonte de la nada, hasta que un día no pudo volver a ver. Su oído se volvió fino. Tanto fue así que era capaz de escuchar los lamentos de otras edades y sintió retumbar en sus sesos siglos y siglos, e incluso milenios, del llanto de la humanidad. Fue capaz de oír a Gaia relatar sobre el trato recibido y el ardor de ésta recayó en su estómago.
Tanto sufrimiento se fue acumulando en su cuerpo que la poca fe que le iba quedando para encontrar sus ansias de libertad fue muriendo, y con ella se iba desvaneciendo el color blanco de su piel hasta volver a convertirse en negro.
Su alma simplemente desapareció dejando que su cuerpo inerte se fundiese con la nada que le rodeaba, dejando así su sufrimiento plasmado en el infinito como señal del daño que provoca vivir recordando retales de un amor muerto y guardándolos en el fondo de uno mismo consumirse hasta desaparecer por completo.
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