Todo para subir a un coche. Y conduce. Conduce alguien al que no le veo la cara. Y el silencio. Todo tan callado. La carretera, solitaria y, de repente, todo se para. Ya hemos llegado. Nos bajamos del coche y miro a aquellas dos personas o seres sin cara que me acompañan.
Yo, enfrente de ellos. A pesar del frío, un escalofrío recorre mi frente. Y los miro. Sin saber a dónde mirar. Mi piel se eriza.
De repente, un destello cruza por mi cerebro. Tengo una pistola. Y la saco. De pronto la situación se acelera. Empiezan a agitar sus manos y gritan desolados. Uno. Dos. Tres. Dispara. Y he disparado, dos veces.
Siento un dolor horrible que me quema el pecho. Miro al frente y veo a un ser sin cara, apuntando con una pistola, y, a mi lado, se encuentra aquella persona, aquella con la que hablaba cuando salí de aquella habitación. Y está muerto, tumbado en el suelo.
Y miro hacia abajo. Buscando el por qué de ese dolor que me consumía, y había un charco de sangre, caliente, que bajaba por mi pierna.
Y al alzar la mirada, no había coche, no estaba aquel ser sin rostro, y a mi lado no yacía aquella persona. Ya no tenía ese dolor quemante en mi pecho. Ya no hacía frío.
Solo estaba yo. En un cuarto blanco. Sin puertas ni ventanas. Sólo un frío suelo, cuatro frías paredes y una ardiente bombilla que se dejaba caer del techo.
Y allí estaba yo, pintando con mi sangre aquel suelo en el que perecía lenta y dolorosamente.
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