martes, 28 de junio de 2011

Ella




Era una persona sencilla. Le gustaban las cosas hechas a mano, la ropa ancha pero no grande, el pelo despeinado y la cara sin pintar. Le gustaba la naturalidad en las cosas, la música adecuada en el momento adecuado y el café de las mañanas. No era muy tímida, pero se dejaba intimidar.
podría ser la típica persona feliz, pero no sabía ver el mundo de esa manera. Necesitaba mirar las cosas desde otro ángulo. Quizás así no se hubiese sumido en el pozo sin fondo, repleto de tormentos en el que caía cada día que pasaba.
Podría vivir en un mundo de color, pero ella prefirió vivir en blanco y negro. Podía encontrar en cada momento, por muy feliz que fuera, aquella pizca de sustancia que le recordaba aquello que no quería recordar. Sabía amargar el más dulce de los momentos. Tenía esa habilidad.
Era como si sólo quisiera vivir en su propia amargura, sumida en su tristeza y ahogada en su propio llanto.
Sabía tirar las horas por la ventana y pasarlas sentada en una hamaca mirando a ningún sitio, le encantaba ese lugar. Y así día tras día, año tras año, reprochándose aquello que había hecho, y lo que no, también.
Lo único que quería era desaparecer, salir corriendo de aquel lugar y dejar atrás todo aquello que le podía hacer daño, quemar sus recuerdos y comenzar de nuevo otra vida. Pero...eso era lo que hacía siempre...salir corriendo. Huir, huir de sí misma, de las demás personas, de los problemas. Huir de sus sentimientos y esconderlos allí en lo más profundo de su corazón encerrados con llave.
Sentía un gran dolor en el alma, una presión en el pecho que no le dejaba vivir tranquila. Ese dolor...Nunca supo por qué lo sentía.

No hay significado

Al salir de aquella habitación con aquella persona que me acompañaba, sentía que las palabras que pronunciaba me herían cada vez más dentro. Inevitablemente, yo a su lado, caminando por la calle, mi mirada aterrada, buscando una vía de escape.
Todo para subir a un coche. Y conduce. Conduce alguien al que no le veo la cara. Y el silencio. Todo tan callado. La carretera, solitaria y, de repente, todo se para. Ya hemos llegado. Nos bajamos del coche y miro a aquellas dos personas o seres sin cara que me acompañan.
Yo, enfrente de ellos. A pesar del frío, un escalofrío recorre mi frente. Y los miro. Sin saber a dónde mirar. Mi piel se eriza.
De repente, un destello cruza por mi cerebro. Tengo una pistola. Y la saco. De pronto la situación se acelera. Empiezan a agitar sus manos y gritan desolados. Uno. Dos. Tres. Dispara. Y he disparado, dos veces.
Siento un dolor horrible que me quema el pecho. Miro al frente y veo a un ser sin cara, apuntando con una pistola, y, a mi lado, se encuentra aquella persona, aquella con la que hablaba cuando salí de aquella habitación. Y está muerto, tumbado en el suelo.
Y miro hacia abajo. Buscando el por qué de ese dolor que me consumía, y había un charco de sangre, caliente, que bajaba por mi pierna.
Y al alzar la mirada, no había coche, no estaba aquel ser sin rostro, y a mi lado no yacía aquella persona. Ya no tenía ese dolor quemante en mi pecho. Ya no hacía frío.
Solo estaba yo. En un cuarto blanco. Sin puertas ni ventanas. Sólo un frío suelo, cuatro frías paredes y una ardiente bombilla que se dejaba caer del techo.
Y allí estaba yo, pintando con mi sangre aquel suelo en el que perecía lenta y dolorosamente.