A lo lejos se podían apreciar las viñas y los olivares al final de este mugriento pueblo y, mucho más hacia el fondo, se observaban los demás pueblos vecinos.
Hacía sol y se movía una brisa que endulzaba los sentidos, e incluso se podía apreciar el sonido de los pájaros cantando.
En mi propio universo aquella azotea estaba ardiendo y sobre mí se alzaba un cielo gris, casi negro, que advertía que iba a descargar sobre mi cabeza toda su furia de un momento a otro.
Los campos no eran más que desierto y lo que sería un dulce canto de pájaros se había convertido en un desgarrador estruendo de cuervos que azotaban mis tímpanos hasta el punto de desear que explotasen.
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