miércoles, 3 de agosto de 2011

Ella II


Siempre fue sencilla. Le gustaba la perfecta imperfección. Nunca fue la típica mujer a la que le gustan los castillos rosas ni las cosas glamurosas. Tampoco era de esas que radiaba felicidad.
Ella era una persona que se paraba a observar. Le gustaba observar a los demás. Mirar a su alrededor y empaparse de lo que la naturaleza le daba. Adoraba los árboles, los animales, el suelo, pero, sobre todo, lo adoraba a él.
Adoraba cómo se mecía, cada balanceo al andar, cómo el viento acariciaba su largo cabellos, incluso su pestañear hacía que ella se llenase de paz con tan sólo mirarlo.
Pero incluso esa sensación que le invadía al estar con él, le era insuficiente. Siempre tuvo ese agujero, esa llama apagada brillando en su mirada, un vacío profundo en el alma.
Cuando él ya no estaba, simplemente se ahogó. Cayó en el mar de angustias que era su recuerdo y sólo se pudo abrazar a la soledad de no sentir nada más. Y dejó de observar, de jó de mirar, y sólo adoraba su memoria, porque ya era el único sitio en el que él permanecía. Ya no había paz, no mecía el viento, y no hubo tranquilidad. Entonces Vida vio que su vida ya no tenía sentido, y se alejó de ella.

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